Nunca había tenido una sensación tan punzante, estrujante.
Un nudo bien apretado, la garganta contraída, la respiración interrumpida.
Las imágenes que iban y venían; todo tipo de imágenes. Los mejores momentos, las rutinas, las palabras y promesas compartidas, los cuerpos, y la imagen de una mirada ahora lejana. Imágenes que no encajaban, que no pertenecían a esa realidad, a esta realidad, o vaya uno a saber a qué realidad, y si tenían que encajar o no.
Bronca, perturbación, tristeza, impotencia… ¿qué había que sentir? ¿Qué quedaba de las imágenes? Y la conciencia intentando ordenar después de la brutal inundación. El caos después de los razonamientos, y los razonamientos después del caos. Y siempre intentado clasificarlo todo, y diciéndole a esas sensaciones que todo va a estar bien.
Pero bastó con llegar a la montaña, alcanzó con mirar esa inmensidad y comprender cuánto hay alrededor. Alcanzó con respirar profundo para limpiar esa maquinita organizadora. Creía que la mente iba a tener que solucionarlo, porque el corazón ya no podía. Pero encontró en el aire y en el paisaje que la envolvía, toda la calma y claridad que necesitaba. Encontró en ese rincón del mundo un motivo más por el cual desanudar, desestrujar, y volver a respirar con normalidad. Encontró por fin ahí. Algo encontró, algo dejó, y algo cambió. Ella cambió. Cambió para no ser nunca más antes, ni ser mañana. Encontró el ahora y vivió por él.
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