Cuenta una leyenda, de las más antiguas, o no, tal vez no era ésta de las más antiguas, quizás fue lo que le pasó el otro día a ese sujetito de mirada fanfarrona, ¿o era aquella una mirada amigable?, no podría recordarlo exactamente, pero de lo que estoy seguro es que iba acompañado de la mujer más bella, la más bella bella, y que por lo tanto ni se percató de mi existencia, pero claro está que aquello no me influyó en lo más mínimo, pues lo que en ese momento llamaba mi atención no era su lacio cabello recogido desprolijamente con ese broche de pequeñas florecitas doradas y moradas; ni sus ojos oscuros, oscuros y penetrantes como la noche misma; ni su boca, de labios despintados y sonrientes, que cubrían ocasionalmente esos brillantes dientecitos, que también ocasionalmente se separaban para permitirle la salida a esa voz tan suave y encantadora, tranquila y espontánea. Yo no le prestaba atención a ese largo cuello descubierto, levemente moreno que desembocaba en aquel escote, en el inicio de su juvenil vestido verde, que delimitaba perfectamente aquella silueta única en su especie, contorno que sería incapaz de describir (porque claro, yo estaba atento a lo que le ocurría al sujetito de mirada extrovertida), y que volvía a liberarse de los verdes límites un poco por encima de sus rodillas; y si uno continuaba bajando la vista podía distinguir, que aquella silueta única llegaba hasta el suelo, comenzaba más o menos por la zona de aque l broche de florecitas moradas y doradas, o doradas y moradas, y terminaba allí, donde se unía al suelo a través de unas simples sandalias de cuero. ¿Que qué le ocurría al sujetito de mirada tímida? Estaba a punto de descubrirlo cuando esta señorita se tomó el colectivo, y no la volví a ver nunca más.
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